31/8/05

La hora del almuerzo

El tren que enlaza Orly con el metro no tiene conductor. Parece que va hacia Antony por su cuenta y riesgo. Ya hay algunos metros en París que funcionan igual, pero en este tren, el paisaje se ve de frente. La vista es libre y remite más a los entresijos del sistema automático que al gusto de la contemplación. Puedo decir que ya tengo una edad porque me sorprende el invento, porque siempre que lo uso, pienso si habrá alguien encargado del automatismo y si no será precisamente ésta su hora de almorzar. Si fuera más joven no tendría esas preocupaciones. Me acuerdo de Schwarzenegger en Desafío Total como pasajero de un taxi conducido por un autómata. No disfruto de la vista. A lo lejos viene otro tren. Seguramente por las vías paralelas, pero de momento no puedo distinguir si esto es así. Êsta noche no me he asustado con las turbulencias del avión cuando atravesaba la tormenta ni con los gritos del pasaje. Ya se sabe que el piloto tiene las mismas que tú de llegar a casa. Pero ahora veo el tren que se acerca y no me gusta. Quisiera estar seguro de que viene por donde debe.

JFK

30/8/05

Attrezzo

En los miradores que dan a las pistas de despegue hay un largo mostrador con enchufes eléctricos y telefónicos. Mientras espero la llamada de mi vuelo retrasado, veo llegar desde el otro lado del aeropuerto, la tormenta que por fin trae el cielo a Nueva York. Es un cielo gris payne y azul índigo, partido aquí y allá por los rayos que iluminan los aviones.


Tengo la sensación de que es Nochevieja; de que el año se acaba aquí, y en cuanto me asomo a lo próximo me pregunto qué debo preguntarme. Podría decir ¿Qué voy a hacer? O bien ¿Qué va a ser de mi? Supongo que el futuro es una mezcla de las dos cosas y que ni basta con la voluntad ni se puede fiar todo al destino. Yo ya estuve una vez en los brazos pegajosos del destino y procuro, a veces con éxito, mantenerme más o menos alejado.


Ha empezado a llover contra la cristalera, las cortinas de agua se pasean por el aeropuerto como si un mal attrezzista hiciera llover en una película de serie B.

29/8/05

Aceite y agua

Dia:Beacon

Antes de volver, una última excursión; Hudson arriba, paralelas al río suben las vías que salen desde Gran Central Station camino de Beacom. El tren atraviesa el Bronx y luego entra en una naturaleza civilizada, con embarcaderos y pueblos pequeños, siempre junto al agua. El revisor no tiene inconveniente en que me coloque en la cabina trasera. Entre estación y estación él lee el periódico y se atiborra de sándwiches y bebidas en vasos de cartón encerado. A cada parada se da una vuelta para picar los billetes y luego vuelve a su ocio.

A hora y media al norte de Nueva York está Beacon; un pueblo que no tendría nada de especial si no fuera porque allí está la antigua fábrica de galletas Nabisco, comprada después por la fundación Dia y convertida en un espléndido museo dedicado a los últimos treinta años de las artes plásticas en Norteamérica.

Los fieltros de Beuys no se entienden si no te explican su historia. Sea cierto o inventado Beuys contaba que cayó en Siberia con su avión de guerra y, malherido, fue recogido por los habitantes de un poblado que primero le arroparon con mantas y después cuidaron de él hasta su total recuperación. El problema de algunas formas de arte es ése: debes conocer los entresijos para comprender el resultado. Lo que sucede es que creemos que en la figuración o en otros campos trillados, el conocimiento del público es innato, pero de alguna forma hemos llegado a entender el cubismo o la abstracción expresionista. ¿simplemente por repetición de las imágenes? Resultaría un poco decepcionante.


Los espejos grises de Richter auguran precipitaciones.

28/8/05

In Memihuram

La tortua del carro

Miguel Mihura dijo en una entrevista que no entendía a la gente de sus edad y que se aburría con sus conversaciones porque siempre hablaban de viajes, de dónde habían estado, de adónde iban a ir. Mihura decía que ya nadie estaba interesado en conversar tres o cuatro horas seguidas. Todos hemos sufrido o hecho sufrir a los demás la tortura del carro que consiste en sentar a alguien frente a una pantalla y endosarle un carro, cuando no varios, de diapositivas de nuestro último periplo. Recuerdo la primera vez que asistí con arrobo a la proyección de unas filminas relativas a la ascensión de un ocho mil. La segunda vez me pareció un asunto casi vulgar y dejé pasar olímpicamente la tecera de la que tuve noticia. Recuerdo también las tardes de invierno en casa de J.L. viendo sus diapositivas en el cuarto de estar, a través de la humareda de celtas y tres carabelas. La cosa no ha ido a más. Ahora, Petra es como Cuenca y al que vuelve de Vietnam no le dejas que te cuente nada, por miedo al sopor. Lo hemos visto todo, lo conocemos todo, hasta los ritos de apareamiento de la más pequeña de las ranas.


Sin embargo, estoy seguro de que a Mihura le hubiera sentado bien viajar, aunque sea para ver tipos que luego encajarían perfectamente en su teatro, en ese resto imposible de surrealismo made in Spain que sus obras apuntaban.

Bien. No dar la paliza es lo que procede y lo que se ha impuesto. Existe desde hace años un acuerdo tácito entre las personas educadas que ha dado finalmente la razón a Mihura: de los viajes no se habla y si alguien te pregunta, la contestación no puede extenderse más allá de una frase de cortesía. ¿Madagascar? Muy bonito.

26/8/05

Sirgas y pernos

Los cuadros de Charles Scheeler parecen estar exentos del influjo europeo. Es como si trabajara sin conocer la existencia de otro continente. En el MET pueden verse algunos de sus paisajes industriales, secos, sin influencias. Hopper dijo más o menos que se la traía al fresco lo que había visto en París. Es verdad: no quiso saber nada del cubismo ni del resto de movimientos que bullían en Europa, pero no dejó de lado el impresionismo ni sus aledaños. Algunos de sus teatros traen causa de los de Degas y sus imágenes del Sena, están pasadas por el cedazo de lo visto en su único viaje al extranjero.

Scheeler sale de la nada y retrata el empuje americano sin adjetivos ni acentos. Las ruedas de locomotora, los puentes de hierro fundido son intrínsecamente bellos. Al modo de Platón: la belleza de lo útil.

Esta sensación de belleza industrial puede apreciarse hoy cruzando de Manhattan a la isla de Roosvelt en el teleférico paralelo al puente de Queensboro. El hierro, los pernos y las sirgas son lo que son y la intención de Scheeler, renunciando a los trucos de la luz, parece ser ésa: presentar una pintura seca y casi objetiva: un anuncio del pop y del hiperrealismo.

25/8/05

Long Island

Dos museos

En los arrabales de Long Island, cerca del East River, están dos museos muy apartados del circuito turístico y muy recomendables. Uno es el de Isamu Noguchi. El edificio es muy sencillo, sin estridencias. Hay una zona semicubierta fabricada con bloque de hormigón, otra algo más noble para las maquetas y esculturas delicadas y un jardín japonés. Aquí, en un rincón de Nueva York dejado de la mano del urbanismo, pueden verse algunas piezas estupendas del escultor y las maquetas de sus intervenciones arquitectónicas, como el jardín del Chase Manhattan Bank.



El otro es el PS1. La escuela pública nº 1, abandonada y reconvertida para albergar las últimas adquisiciones del MOMA. La escuela está casi como estaba. Han pintado de blanco los ladrillos y retirado las puertas de algunas aulas, uniendo otras que forman salas mayores. Se ve que es un edificio que sirvió para un fin y ahora para otro, sin que hayan hecho falta grandes dispendios o ser especialmente original en la reconversión. De esta forma, parece que mostrar qué se está haciendo hoy en el mundo de la plástica es relativamente sencillo en cuanto al equipamiento necesario. Aunque esto no sea cierto del todo. Sorprende además el desarrollo de las ideas de quienes exponen; da la sensación de que juventud y seguridad en si mismos van de la mano.

El barrio es una cochambre: algunos garajes, negocios cerrados y casas bajas junto a rascacielos mal ubicados. Por el contrario, se puede comer bien y los contrastes merecen la pena.

24/8/05

Depósitos

Contención

E. Hopper pintó "Rooftops" en la que representa de manera muy plana, casi sin perspectiva, unos edificios sobre el que hay instalados varios depósitos de agua.

No hay forma de acceder a las cubiertas de los edificios de Nueva York. El conserje de un rascacielos me permite –como si me vendiera medio kilo de heroína- subir hasta el rellano de la escalera de incendios en un piso treinta y cinco. No es lo que busco. Sólo desde las ventanas de alguna galería de Chelsea puedo ver, cara a cara, una de estas construcciones tan anacrónicas.

Otra acuarela de Hopper se titula “My roof.” No hay depósitos. Sólo las sombras que arrojan las chimeneas y casetas que rematan el edificio. También pintó algún tejado más. Todos dan la sensación de haber sido pintados en verano. Hay en estas imágenes una idea de lo humilde, dramatizada por las sombras de las que hablo que recorren el papel sin misericordia, en una mezcla de colores calientes y oscuros. Ese Nueva York inaccesible existe todavía. Se percibe mirando las cornisas del Soho, imaginando las cubiertas planas. Hopper sólo pintó, al menos a la acuarela, un depósito. Y además a distancia y desde la calle. ¿Se contuvo? Posiblemente.

La contención no es más que una forma de renuncia que suele verse recompensada. Quien lee un libro o quien mira un cuadro la agradece porque le permite formar parte del discurso completando éste. Alguien hablaba ayer de los lugares comunes. Tal vez a éstos es a los que hay que renunciar. Aunque no resulta fácil. La atracción que ejercen los rooftops es similar a la de los ojos de la serpiente. -Confía en mí. -dice mientras enrolla su cuerpo alrededor del tuyo.

23/8/05

Biblioteca Pública

Prensa oriental

Cuenta Baricco cómo leyó los originales de los cuentos de Carver en una biblioteca pública norteamericana. Él venía de Italia, así que esperaba encontrarse con todo tipo de dificultades administrativas. Cuando hizo su solicitud al bibliotecario que lo atendió, estaba preparado para dar todo tipo de explicaciones. Sin embargo el único requisito exigido fue mantener las manos sobre la mesa mientras examinaba el tesoro que había ido a contemplar. Así, Baricco confirmó la importancia del editor en el resultado final de la obra de Carver. Pero ésta es otra historia.

La Biblioteca Pública de Nueva York impresiona no sólo por su monumentalidad. La grandeza radica también en su accesibilidad. Cualquiera puede ver cualquier documento, cualquier libro. Hay salas para todo, como por ejemplo, ésta dedicada a la prensa del extremo oriente, en la que puedes sentarte y ojear cualquier periódico sin pedir permiso a nadie. En cuanto a las rarezas, es obligatorio apoyarlas en atriles especiales, de manera que no se deterioren. Eso es todo.


Detrás de la Biblioteca, hay un parque, surtido de mesas y cómodas sillas. A la sombra de los árboles, el público usa sus portátiles gracias al wi-fi instalado al efecto. Sobre un escenario, un grupo de ballet ensaya la obra que representará por la tarde y al fondo, al aire libre, hay unas estanterías con libros y publicaciones que pueden tomarse sin formalidades.

Babel

San Patricio

En la playa, de pequeños, apretábamos en el puño la arena mojada, dejando escapar grumos sobre las torres hechas con el cubo. Con un poco de paciencia los remates parecían góticos. A poco más puede aspirar la catedral de san Patricio. Tal vez a la duplicidad, al reflejo postmoderno en los muros cortina de los edificios que la rodean; pero poco más. El tamaño de san Patricio no es desdeñable, sin embargo, enseguida hace pensar en las espadañas castellanas o en las torres puntiagudas de los campanarios de la campiña francesa. Con poco esfuerzo, la casa de Dios resultaba visible, era la referencia.

Si no fuera por las Torres Gemelas, podría pensarse que el Babel moderno no ha sufrido castigo alguno. Nueva York no tiene el problema de la endogamia. (Según las nuevas versiones, esta es la cuestión y no la del orgullo al que nos tenía acostumbrada la Doctrina.) Dios quiso expandir la presencia del hombre en la tierra mediante la confusión de las lenguas. Nueva York parece ser el lugar donde todos aquéllos que fueron separados vuelven para mezclarse de nuevo, siete mil años después… Aunque esto podría ponernos de nuevo en la casilla de salida.


“Nariz judaica –dice Camba- o pómulo tártaro, belfo semita o párpado mongol, todas estas creaciones milenarias, que parecen poseer un carácter permanente, Nueva York las destruye y las cambia por otras en el espacio de dos o tres generaciones, y durante el período evolutivo la Humanidad nos ofrece aquí los más sorprendentes espectáculos. Negros de nariz aquilina, escandinavos con pigmentación negroide, judíos chatos, mulatos barbudos... La pelambrera en astracán de los hijos del África sobre la cabeza cuadrada del germano o la mirada oblicua del chino en la clara pupila del anglosajón.
-No.. No se fije usted demasiado. -parecen decirle a uno los padres de estas extraordinarias criaturas cuando uno se pone a observarlas-. Esto no es más que un anteproyecto, una maquette de carácter provisional. Vuelva usted a la próxima generación y entonces podrá ver ya el proyecto definitivo.”

22/8/05

La pantalla

Domingo

Central Park en domingo; los jardineros dejan en el césped algunas bocas de riego abiertas para que el público se refresque. Sigue sin haber cielo. No hay más que una pantalla gris detrás de los rascacielos. Han habilitado una zona asfaltada para que los socios de un club de patinadores hagan sus cabriolas al compás de un potente equipo de música. Todos son hombres de edad madura y patinan hacia atrás, sonriendo con la camisa por fuera para que el aire la mueva. En un banco hay una mujer muy mayor con trenzas y colorete en las mejillas, tiene a su lado una enorme mochila desastrada. Es imposible que pueda moverla sin ayuda. Creo que ayer estaba en el mismo banco.

20/8/05

Cubierta inferior

Restos de la ley seca

Cruzo a Estate Island solo por el gusto de cruzar, para ver Manhattan desde el sur, a la vuelta.


–Usa el Ferry. -me había dicho J.C. –Es gratis y cruzas con quienes vuelven después del trabajo en el Lower. -Van rendidos, con la corbata aflojada y la vista puesta más allá de Elis.
Pero J.C. estuvo por aquí en invierno. Ahora a penas hay pasajeros. A esta hora de la tarde, casi nadie. Ni siquiera turistas. Desembarco en el muelle de State Island y tomo unas fotos de la estación. Un policía me echa el alto: llevo en la mano la lata de cerveza que había comprado en el barco. La apuro y después la tiro a una papelera. Me hubiera venido bien una bolsa de papel tipo clochard. Vuelvo en el siguiente ferry, mientras las luces, justo enfrente, empiezan a encenderse. Más solo que a la ida, bajo a la cubierta donde se transportan los coches, una especie de aparcamiento flotante y vacío, que encuadra la ciudad.

Richard Estes pintando ferrys con la exactitud del fotógrafo. La espuma del barco, el reflejo en las ventanas. Los restos del hiperrealismo se venden también muy caros: ¿Oportunidad o resistencia? No debería hacerme esta pregunta.

Mathan`s

La isla de los conejos

Del pasado glorioso de Coney Island, apenas queda nada: la noria y la montaña rusa, el tiovivo y perritos calientes. Evítese la salsa de queso. El esplendor de la playa neoyorkina se fue al traste hace ya muchos años. Por el paseo de madera, junto a la playa, un ciclista de edad avanzada, rebusca en los bidones vacíos que hacen de papeleras cada treinta o cuarenta metros. Al fondo se ve la estructura del columpio gigante, aún pintada de rojo intenso. Un tipo trata de limpiarse la arena bajo el chorro de de una fuente para lavarse los pies. Medio arrodillado, se aparta el bañador y se acerca al grifo, en una postura poco edificante. Un portaaviones atraviesa el hipotético horizonte. Es una sombra gris. La cubierta proyecta sobre el casco una sombra algo más oscura. El metro que llega hasta aquí lo hace por la superficie desde la mitad de Brooklyn. Hay un aire contemporáneo en la estación que no salva el barrio. En una calle paralela a las atracciones cerradas hay dos bajeras tituladas “antiques.” Entre ambas, el dueño, sentado en una silla de respaldo de lona, oye un transistor. Parece una emisora rusa. Entro y salgo casi a la vez. No imagino la posiblidad de una sola transacción comercial en este antro, en el que se exponen los objetos menos apetecibles que puedan imaginarse. De dónde sacará este tipo para comer.

19/8/05

Es la ley

Rotulador fino

Llama también la atención que en muchos carteles se subraye la prohibición a la que se refieren con la frase “Es la ley.”

En los pasillos del metro y en los vagones hay muchos reclamos para las próximas oposiciones a policía que tendrán lugar en septiembre. A través de una variedad de rostros de agentes que no dejan lugar a dudas en cuanto a sus respectivos orígenes, el Ayuntamiento anima a presentarse con un reclamo que dice más o menos: “La Policía no es sólo el CSI que ves por TV. Tenemos doscientos cuerpos especializados.”

Sobre las fotografías ya he visto más de un “fascism” escrito con rotulador fino, casi como pidiendo perdón, como sin atreverse a usar una brocha del 12. Es la ley. Esta mañana, me he quedado observando como cuatro policías se abalanzaban sobre una mujer, y después de tumbarla cara el suelo para colocarle las esposas, se la llevaban en un ululante coche patrulla.

Vuelvo hacia atrás. La invocación de la ley, parece el techo máximo al que puede llegarse. El espíritu mediterráneo es, al respecto, trasgresor. Pero aquí, da la sensación de que recoger los ñordos que deja tu can en el hierbinche, es una cuestión de legalidad más que de civismo. En París, desde luego, ni una cosa no otra.

18/8/05

Fiat lux

Turrell y Seagram

Nueva York no tiene cielo. Al menos en estos dos días, de verdad que lo parece. Es como estar dentro de una bola de cristal sucia en la que no hay un horizonte. En la calle, entre los edificios, se ven los cuchillos de un cielo sin color. Junto al río, uno con otro hacen un todo sin definir. Puedes saber que el Hudson lo es porque el agua se mueve. Eso es todo. Es parecido a la idea de Turrell, de la luz continua. Tumbarse en el interior de un cráter y mirar al cielo, Aquí, ni siquiera cuentas con la delimitación del cresterío.
Turrell está caro. Un holograma o la proyección de un triángulo luminoso van desde 80.000 hasta 360.000 $. Turrell ha hecho de la luz un negocio rentable, sin dejar de ser un exquisito. Como Dan Flavin con los fluorescentes.
Ir de galerías en Nueva York está bien. Te tratan como si fueras millonario aunque tengas pinta de mochilero. No están dispuestos a dejarse engañar por las apariencias. En mi caso, podrían darme con la puerta en las narices o mirarme como le miran a uno en Europa. En España entras a comprar un anillo a la chica que amas y si no tienes buena pinta, te miran de arriba abajo y te mandan a la bisutería de enfrente. En Tiffany puedes entrar vestido como un mendigo. Te atenderán como a un príncipe.
Nueva York no tiene cielo, pero te tratan bien. ¿Qué es el cielo comparado con la amabilidad? Junto al edificio Seagram de Mies, en el Four Seasons, pregunto si puedo echarle un ojo al tapiz de Picasso. Y entro a verlo hecho un zarrapastro, paseando como Pedro por su bar, donde la crème de la crème se toma sus martinis. Por cierto. El Seagram se llama así por su primer propietario: ginebra Seagram, en una copa apenas hunedecida con un martini blanco, seco y helado. Una cosa es que no te escupan a la cara; otra, que puedas pagarte un trago en semejante sitio.

17/8/05

Arrivals

Veritas et voluntas

Leve decepción: el impreso que me entregan en el avión no contiene la pregunta que yo esperaba. ¿Es una leyenda urbana o han cambiado el impreso? ¿Quiere usted matar al Presidente de los Estados Unidos? No está. La pregunta que siempre quise responder no está en el formulario.

La ciudad automática

"Para mí, es la ciudad romántica. por excelen­cia, y cuanto más desmedida la veo, la considero más inspirada; pero sobre esto tendríamos que entendernos. El romanticismo de Wall Street no es del mismo orden que el del Puente de los Suspiros, y no sirve para los comerciantes re­tirados ni para los matrimonios burgueses en viaje de -luna de miel. Decía un poeta español que, en Nueva York, las estrellas le parecían anuncios luminosos. A mí, en cambio, los anun­cios luminosos me parecen estrellas, y Nueva York, es, en mi concepto, una ciudad romántica, no a pesar de su brutalidad y de su codicia, sino por ellas precisamente. Por su brutalidad y su codicia, por su estridencia, por su violencia, por su culto de las catástrofes, por su sacrificio constante del pasado y del porvenir al momento presente, por la organización comercial de sus crímenes y la organización criminal de sus ne­gocios, por su clima contradictorio, desmesura­do e incontrolable; por su afán de escalar el cielo haciendo cada año un edificio más alto que los demás, y, en suma, por su ilimitación. ¿Con­ciben ustedes nada más romántico -para poner un ejemplo concreto- que esto de prohibir las bebidas alcohólicas a fin de elevar a la categoría de delito el acto de tomarse un aperitivo?"
La ciudad automática. Julio camba 1934

16/8/05

Departures

Casi de vuelta

Al menos durante el Ramadán uno puede comer a partir de cierta hora de la noche. Quince días de abstinencia. Vuelvo al vicio, como el ludópata al bingo.

De vuelta; o casi de vuelta. Pego en la pared con la regla de madera y el viejo de al lado contesta con los nudillos. Ya había oído su televisor; no parece que use los auriculares que le regalé. Pero esto no es un signo de vida. Uno puede estar fiambre frente a una carta de ajuste, a los anuncios de cuchillos japoneses o a los aparatos para gimnasia doméstica. El vecino está vivo.


Mientras abro la maleta, escucho el contestador. No tengo una gran confianza en el género humano. Soy más del hombre-lobo para el hombre de Hobbes, que de la naturaleza russoniana de la especie; así que las acciones a título gratuito suelen sorprenderme. C. y V. -a quienes apenas conozco- me prestan quince días su apartamento en Nueva York. Ellos se van a España de vacaciones. Cierro la maleta, llamo a A.I. con la vana esperanza de que me acompañe y busco en Last Minute un vuelo para hoy.