20/8/05

La isla de los conejos

Del pasado glorioso de Coney Island, apenas queda nada: la noria y la montaña rusa, el tiovivo y perritos calientes. Evítese la salsa de queso. El esplendor de la playa neoyorkina se fue al traste hace ya muchos años. Por el paseo de madera, junto a la playa, un ciclista de edad avanzada, rebusca en los bidones vacíos que hacen de papeleras cada treinta o cuarenta metros. Al fondo se ve la estructura del columpio gigante, aún pintada de rojo intenso. Un tipo trata de limpiarse la arena bajo el chorro de de una fuente para lavarse los pies. Medio arrodillado, se aparta el bañador y se acerca al grifo, en una postura poco edificante. Un portaaviones atraviesa el hipotético horizonte. Es una sombra gris. La cubierta proyecta sobre el casco una sombra algo más oscura. El metro que llega hasta aquí lo hace por la superficie desde la mitad de Brooklyn. Hay un aire contemporáneo en la estación que no salva el barrio. En una calle paralela a las atracciones cerradas hay dos bajeras tituladas “antiques.” Entre ambas, el dueño, sentado en una silla de respaldo de lona, oye un transistor. Parece una emisora rusa. Entro y salgo casi a la vez. No imagino la posiblidad de una sola transacción comercial en este antro, en el que se exponen los objetos menos apetecibles que puedan imaginarse. De dónde sacará este tipo para comer.

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