Miguel Mihura dijo en una entrevista que no entendía a la gente de sus edad y que se aburría con sus conversaciones porque siempre hablaban de viajes, de dónde habían estado, de adónde iban a ir. Mihura decía que ya nadie estaba interesado en conversar tres o cuatro horas seguidas. Todos hemos sufrido o hecho sufrir a los demás la tortura del carro que consiste en sentar a alguien frente a una pantalla y endosarle un carro, cuando no varios, de diapositivas de nuestro último periplo. Recuerdo la primera vez que asistí con arrobo a la proyección de unas filminas relativas a la ascensión de un ocho mil. La segunda vez me pareció un asunto casi vulgar y dejé pasar olímpicamente la tecera de la que tuve noticia. Recuerdo también las tardes de invierno en casa de J.L. viendo sus diapositivas en el cuarto de estar, a través de la humareda de celtas y tres carabelas. La cosa no ha ido a más. Ahora, Petra es como Cuenca y al que vuelve de Vietnam no le dejas que te cuente nada, por miedo al sopor. Lo hemos visto todo, lo conocemos todo, hasta los ritos de apareamiento de la más pequeña de las ranas.
Sin embargo, estoy seguro de que a Mihura le hubiera sentado bien viajar, aunque sea para ver tipos que luego encajarían perfectamente en su teatro, en ese resto imposible de surrealismo made in Spain que sus obras apuntaban.
Bien. No dar la paliza es lo que procede y lo que se ha impuesto. Existe desde hace años un acuerdo tácito entre las personas educadas que ha dado finalmente la razón a Mihura: de los viajes no se habla y si alguien te pregunta, la contestación no puede extenderse más allá de una frase de cortesía. ¿Madagascar? Muy bonito.
No hay comentarios:
Publicar un comentario