Cuenta Baricco cómo leyó los originales de los cuentos de Carver en una biblioteca pública norteamericana. Él venía de Italia, así que esperaba encontrarse con todo tipo de dificultades administrativas. Cuando hizo su solicitud al bibliotecario que lo atendió, estaba preparado para dar todo tipo de explicaciones. Sin embargo el único requisito exigido fue mantener las manos sobre la mesa mientras examinaba el tesoro que había ido a contemplar. Así, Baricco confirmó la importancia del editor en el resultado final de la obra de Carver. Pero ésta es otra historia.
La Biblioteca Pública de Nueva York impresiona no sólo por su monumentalidad. La grandeza radica también en su accesibilidad. Cualquiera puede ver cualquier documento, cualquier libro. Hay salas para todo, como por ejemplo, ésta dedicada a la prensa del extremo oriente, en la que puedes sentarte y ojear cualquier periódico sin pedir permiso a nadie. En cuanto a las rarezas, es obligatorio apoyarlas en atriles especiales, de manera que no se deterioren. Eso es todo.
Detrás de la Biblioteca, hay un parque, surtido de mesas y cómodas sillas. A la sombra de los árboles, el público usa sus portátiles gracias al wi-fi instalado al efecto. Sobre un escenario, un grupo de ballet ensaya la obra que representará por la tarde y al fondo, al aire libre, hay unas estanterías con libros y publicaciones que pueden tomarse sin formalidades.
La Metrópoli atrae como flor carnívora a sus visitantes, creando efectos de flujo o eructos perdurables en los viajeros, si bien estuvieran avisados.
ResponderEliminarNo es precisamente el entusiasmo desatado el que exhibe en estas breves notas que destila su monoblog, pero agradezco su contención, que sin exhibir, traza un itinerario de viaje conciso, como si hubiera encontrado -todavía- las migas de pan del sendero que usted vislumbra y oculta por aquella curiosidad de lo moderno.
También usted suele poner muchas comillas por aquí y por allá. Ahí van un par:
ResponderEliminar1. Cuando más nos significamos, peor. Pero uno habla y da que hablar. ¡Qué inocente locura, qué vana puerilidad, qué tontería! Y, sin embargo -insisto- en ella estamos todos. (Ramón J. Sender. Memorias bisiestas)
2. No hay nada más peligroso que el lugar común: parece el menos arriesgado pero no tiene escapatoria. (Rafael Argullol. El cazador de instantes)