Cruzo a Estate Island solo por el gusto de cruzar, para ver Manhattan desde el sur, a la vuelta.
–Usa el Ferry. -me había dicho J.C. –Es gratis y cruzas con quienes vuelven después del trabajo en el Lower. -Van rendidos, con la corbata aflojada y la vista puesta más allá de Elis.
Pero J.C. estuvo por aquí en invierno. Ahora a penas hay pasajeros. A esta hora de la tarde, casi nadie. Ni siquiera turistas. Desembarco en el muelle de State Island y tomo unas fotos de la estación. Un policía me echa el alto: llevo en la mano la lata de cerveza que había comprado en el barco. La apuro y después la tiro a una papelera. Me hubiera venido bien una bolsa de papel tipo clochard. Vuelvo en el siguiente ferry, mientras las luces, justo enfrente, empiezan a encenderse. Más solo que a la ida, bajo a la cubierta donde se transportan los coches, una especie de aparcamiento flotante y vacío, que encuadra la ciudad.
Richard Estes pintando ferrys con la exactitud del fotógrafo. La espuma del barco, el reflejo en las ventanas. Los restos del hiperrealismo se venden también muy caros: ¿Oportunidad o resistencia? No debería hacerme esta pregunta.
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