En los miradores que dan a las pistas de despegue hay un largo mostrador con enchufes eléctricos y telefónicos. Mientras espero la llamada de mi vuelo retrasado, veo llegar desde el otro lado del aeropuerto, la tormenta que por fin trae el cielo a Nueva York. Es un cielo gris payne y azul índigo, partido aquí y allá por los rayos que iluminan los aviones.
Tengo la sensación de que es Nochevieja; de que el año se acaba aquí, y en cuanto me asomo a lo próximo me pregunto qué debo preguntarme. Podría decir ¿Qué voy a hacer? O bien ¿Qué va a ser de mi? Supongo que el futuro es una mezcla de las dos cosas y que ni basta con la voluntad ni se puede fiar todo al destino. Yo ya estuve una vez en los brazos pegajosos del destino y procuro, a veces con éxito, mantenerme más o menos alejado.
Ha empezado a llover contra la cristalera, las cortinas de agua se pasean por el aeropuerto como si un mal attrezzista hiciera llover en una película de serie B.
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