Los cuadros de Charles Scheeler parecen estar exentos del influjo europeo. Es como si trabajara sin conocer la existencia de otro continente. En el MET pueden verse algunos de sus paisajes industriales, secos, sin influencias. Hopper dijo más o menos que se la traía al fresco lo que había visto en París. Es verdad: no quiso saber nada del cubismo ni del resto de movimientos que bullían en Europa, pero no dejó de lado el impresionismo ni sus aledaños. Algunos de sus teatros traen causa de los de Degas y sus imágenes del Sena, están pasadas por el cedazo de lo visto en su único viaje al extranjero.
Scheeler sale de la nada y retrata el empuje americano sin adjetivos ni acentos. Las ruedas de locomotora, los puentes de hierro fundido son intrínsecamente bellos. Al modo de Platón: la belleza de lo útil.
Esta sensación de belleza industrial puede apreciarse hoy cruzando de Manhattan a la isla de Roosvelt en el teleférico paralelo al puente de Queensboro. El hierro, los pernos y las sirgas son lo que son y la intención de Scheeler, renunciando a los trucos de la luz, parece ser ésa: presentar una pintura seca y casi objetiva: un anuncio del pop y del hiperrealismo.
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