Al menos durante el Ramadán uno puede comer a partir de cierta hora de la noche. Quince días de abstinencia. Vuelvo al vicio, como el ludópata al bingo.
De vuelta; o casi de vuelta. Pego en la pared con la regla de madera y el viejo de al lado contesta con los nudillos. Ya había oído su televisor; no parece que use los auriculares que le regalé. Pero esto no es un signo de vida. Uno puede estar fiambre frente a una carta de ajuste, a los anuncios de cuchillos japoneses o a los aparatos para gimnasia doméstica. El vecino está vivo.
Mientras abro la maleta, escucho el contestador. No tengo una gran confianza en el género humano. Soy más del hombre-lobo para el hombre de Hobbes, que de la naturaleza russoniana de la especie; así que las acciones a título gratuito suelen sorprenderme. C. y V. -a quienes apenas conozco- me prestan quince días su apartamento en Nueva York. Ellos se van a España de vacaciones. Cierro la maleta, llamo a A.I. con la vana esperanza de que me acompañe y busco en Last Minute un vuelo para hoy.
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