11/8/09

La planta 17



He salido de la habitación del hotel en zapatillas. Hace ya dos días que los restos de una cena están en el suelo, delante de una habitación. Paso delante de esta puerta una y otra vez, de día y de noche. Siempre la misma bandeja. La escena me recuerda un montaje que circula por la red: la nieta del sr. Hilton nunca cambia de cara. Parece una tradición familiar.

Los pasillos del hotel desprenden un profundo olor a pies. Como tengo que arrastrar las zapatillas por la moqueta para no perderlas, me da miedo impregnarme del hedor o recibir una descarga de electricidad estática. En cada esquina de cada planta, las máquinas de hielo suenan como centrales hidroeléctricas en plena producción y el tráfico de los carros de las camareras, cargados hasta arriba de sábanas y bolsas de papel para reciclaje, recuerdan la hora punta de cualquier capital.

Vuelvo hacia la planta 17. Tenía que haber dejado miguitas de pan.

Aunque tengo la llave, he olvidado el número de la habitación. Intento abrir varias veces la que creo que es la mía. Una camarera me pregunta si puede ayudarme. María es panameña, un poco sorda y tan grande como el guarda de seguridad al que hace venir por una línea interna.

El guarda me pide un carné. Les señalo mis zapatillas. Comprueba a través del walkie mi identidad y me acompaña a mi habitación. María también viene. Abro. Es la mía.

Al día siguiente me cruzo con la camarera: -¿Cómo va la mañana, María?

-¡No! –Responde echándose la mano a la oreja a modo de pantalla. –Mañana libro.

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