Martes: El Mncars está cerrado. Madrid es así. España y yo somos así. El concepto de democracia consiste en esto: como los lunes están cerrados el Prado y el Thyssen, abrimos el Reina –como le llama Bonet- y viceversa. Así todo el mundo puede ver algo cualquier día de la semana. Conclusión: democracia de noventa y ocho octanos: Si no ves a Gordillo, pues ves a Velázquez. Le dí el martes dos vueltas al Mncars buscando una entrada. Razoné que con la ampliación habría cambiado el lugar de entrada y conforme iba subiendo la temperatura, también lo hacía mi mala leche. Finalmente encontré una puerta abierta. La nueva biblioteca de Jean Nouvelle está abierta ¡même les mardi! Hay dos señoras en la entrada: una vigilante de seguridad y otra de nómina y plantilla. Por matar el rato pregunto por esto de los días feriados. Efectivamente no soy el único que plantea tal cuestión. Después, casi ganada la confianza de las cancerberas, me atrevo a preguntar como en provincias: -¿se puede visitar la biblioteca? Gestos, aspavientos, molinetes, contorsiones. Temo por las cervicales de las damas que niegan con tal profusión de ademanes que por un momento estoy a punto de optar por la retirada. Sin embargo, fuera hace calor y ¡qué cojones! Si yo digo que voy a entrar en una biblioteca, entro. Estoy hasta el moño de que algunas bibliotecas españolas sean recintos sagrados en las que parece que haya que conocer los enigmas de la esfinge para atravesar sus puertas. Así que lo hago al revés: planteo los enigmas a las esfinges de la entrada:
Primer enigma:
-Díganme una cosa –les pregunto. –Esta biblioteca ¿es pública o privada?
–Pública. –dice la una.
–Privada. – dice la otra al mismo tiempo.- Y remacha: -Que no se puede visitar.
Segundo enigma:
-Supongamos que yo quiero consultar un libro...
La misma cancerbera me interrumpe: -si pero usted no puede andar paseándose por la biblioteca, de aquí para allá.
-Ya. -insisto. -Pero supongamos...
-Pero no se puede visitar la biblioteca y molestar...
Su compañera le ataja:- Tendría que enseñar el cané de identidad y dejar aquí la bolsa.-
Ambas se vuelven a mirar. No hay más enigmas. Dejo mi bolsa sobre el mostrador, enseño mi carné y les prometo que pediré algún libro para consultar.
Entro en el templo del saber con la ficha número setenta y cinco en la mano y me acuerdo, no sé bien por qué, de una mañana clara de primavera, en la que con el pintor Jokin Manzanos, atravesé las puertas de los baños turcos más antiguos de Estambul, con otra ficha, esta de madera, en una mano y una pastilla de jabón en la otra, apenas cubiertas nuestras vergüenzas por unas toallas rasposas. Allá voy camino del conocimiento después de burlar no a una esfinge sino a dos.
(Donde yo vivo –creo que ya lo he contado- hay un museo en el que con cierta frecuencia, el guarda jurado de la puerta te pregunta: Eh ¿A dónde va usté?)
Me lo he pasado fenomenal leyendo sus andanzas por las afueras de esa biblioteca madrileña. Como dice una amiga que lleva bastantes años trabajando en otro establecimiento bibliotecario, ¡qué bien se estaría aquí siempre si no nos incordiaran nunca los putos usuarios! La idea me parece muy sugerente: hablar con los libreros, comprar, catalogar, clasificar, colocar los libros muy bien en las baldas, que alguien limpiar el polvo de vez en cuando..., y se acabó. Ella dice que ese es el sueño de muchas compañeras bibliotecarias. (El que está en el ángulo)
ResponderEliminarEstimado editor:
ResponderEliminar¡Ah las bibliotecas!
Viendo que le echa usted un ojo a la presente entrada, procedo automáticamente a releerla y a corregir algunas erratas. Esto ya no es temor, debe ser reverencia.
Saludos.