Querido J.:
Cuando el Gobierno comenzó a dar publicidad a su
Proyecto de Ley de Transparencia, estuve buscando qué leer para entender el concepto. Muchos europeos de quejan de que sus
respectivaslegislaciones permiten tal grado de precisión que les resulta luego imposible
hacerse una idea cabal de si los presupuestos son adecuados para sus funciones.
Ya sabes: nadie está contento con lo que tiene.
El caso es que en encontré un número atrasado de la
Revista de Occidente que se llama
precisamente “La transparencia”. Hay artículos interesantes, aunque otros son
fragmentos de novelas o ensayos recogidos con red de arrastre: unas páginas de
La montaña mágica, otras del
Elogio de la sombra y un cuento completo
de Poe traducido por Cortázar.
A lo que voy. Me acordé de ti porque la
Revista reproduce unas páginas de
Contraseñas de Baudrillard y me vino a la cabeza la sobremesa en la
que hablamos de las expectativas acerca de la filosofía. Recuerdo con qué
energía defendiste la necesidad de que nuestros filósofos den contestación a
las cuestiones actuales de la misma forma que lo hicieron en el pasado;
recuerdo de qué manera te enfadaste cuando te hablamos de la extendida tesis
según la cual solo podemos esperar preguntas y no respuestas.
No podía apartar tus palabras de mi cabeza. Ya verás que el autor hace salvedades como
quien tira boyas o dispara bengalas pero resulta absolutamente provocativo. Se
lea cuando se lea le asaltan al lector las noticias del día.
Un saludo,
“Cualquier
«transparencia» plantea inmediatamente el problema de su contrario, el
secreto. Es una alternativa que no depende en absoluto de la moral, del bien y
del mal: existe lo secreto y lo profano,
o sea, otra distribución de las cosas. Determinadas cosas jamás serán ofrecidas
a la vista, se comparten en secreto de acuerdo con un tipo de acuerdo diferente
de aquel que pasa por lo visible, como ocurre en nuestro universo, ¿qué ocurre
con las cosas que antes eran secretas? Se conviertes en ocultas, clandestinas,
maléficas: lo que era meramente secreto, es decir, propicio a intercambiarse en
secreto, se convierte en el mal y tiene que ser abolido, exterminado.
Pero no es posible destruirlas: en cierto modo, el secreto
es indestructible. Entonces será demonizado y atravesará los elementos para
eliminarlo. Su energía es la energía del mal, la energía que proviene de la no
unificación de las cosas, definiéndose el bien como la unificación de las cosas
en un mundo totalizado.
A partir de ahí, todo lo que se sustenta en la dualidad, en
la disociación de las cosas, en la negatividad, en la muerte, es considerado el
mal. Por consiguiente, nuestra sociedad se empeña en conseguir que todo vaya
bien, que a cada necesidad responda una tecnología. En este sentido toda tecnología
está del lado del bien, o sea del cumplimiento del deseo general, en un estado
de cosas unificado.
Actualmente vivimos en un sistema que yo llamaría de «cinta
de Moebius». Si estuviéramos en un sistema de enfrentamiento, de confrontación,
las estrategias podrían ser claras, basadas en una linealidad de las causas y
los efectos. Se utiliza el mal o el bien en función de un proyecto y el
maquiavelismo no está al margen de la racionalidad. Pero nos hallamos en un
universo totalmente aleatorio donde las causas y los efectos se superponen,
siguiendo el modelo de la cinta de Moebius, y nadie puede saber dónde se
detendrán los efectos de los efectos”.
(…)
¿Es tan claro que la corrupción tenga que ser eliminada a
cualquier precio? Nos decimos que, evidentemente, el dinero alimenta las
fabulosas comisiones de la financiación armamentística o incluso su producción
que sería, sin duda, preferible utilizarlo para reducir la miseria del mundo.
Pero se trata de una evidencia apresurada. Como nadie pretende que el dinero
salga del circuito mercantil, «podría» gastarse en un pavimentado general del
territorio. A partir de ahí por paradójica que pueda parecer la pregunta ¿es
preferible, desde la perspectiva del «bien» o del «mal» seguir fabricando o
vendiendo armas de las que una parte considerable nunca serán utilizadas que
hacer desaparecer un país bajo una capa de cemento? La respuesta a esta
pregunta interesa menos que la toma de conciencia de que no existe un punto
fijo a partir del cual podamos determinar lo que está totalmente bien o mal.
Se trata, sin duda, de una situación profundamente racional,
y de una incomodidad total. Eso no impide que, de la misma manera que Nietzsche
hablaba de la ilusión vital de las apariencias, podríamos hablar de una función
vital de la corrupción en la sociedad. Pero como su principio es ilegítimo, no
puede ser oficializado y solo puede operar, por consiguiente, en el secreto.
Evidentemente, es un punto de vista cínico, moralmente inadmisible pero también
una especie de estrategia fatal, que por otra parte, no es patrimonio de nadie
y carece de beneficios exclusivos. Con ello reintroduciríamos el mal. El mal
funciona porque de él procede la energía. Y combatirlo –cosa necesaria- conduce
simultáneamente- a reactivarlo.
Cabe evocar aquí lo que decía Mandeville cuando afirmaba que
una sociedad funciona a partir de sus vicios, o, por lo menos, a partir de sus
desequilibrios. No por sus cualidades positivas, sino por las negativas. Si
aceptamos este cinismo, cabe entender que la política sea –también- la
inclusión del mal, del desorden, en el orden ideal de las cosas. Así pues no
hay que negarla sino utilizarla, reírse de ella y desbaratarla”·
(…)
Contraseñas
Jean Baudrilard
Anagrama
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