El coche de Google Maps pasa de largo en Villajimena. El pueblo queda a la izquierda saliendo de Palencia hacia el norte, por la P 405.
Para compensar la desidia del conductor googleano, Villajimena tiene una página web en la que se explica el origen de su rotundo nombre y se reproducen algunos
versos del bardo local. En el pueblo no hay nadie. Aquí y allá se levantan como
túmulos, montones de escombros antiguos sobre los que hace años que ha crecido
la vegetación. El paisaje se hace algo más abrupto al norte, por la
hondonada que deja el arroyo del Prado Moral. Hace un día limpio y fresco y en
el atrio de la iglesia hay un banco de madera que tiene ya la textura de la
piedra.
Me siento a leer las últimas
páginas de Un altar para la madre de Ferdinando Camon. Apenas se oyen los gritos de las golondrinas mientras lo
termino. En la contraportada el autor cita a Jung: “En todas las civilizaciones, desde las
paganas, griega y romana, hasta las tribales africanas y las de América
precolombina, hasta llegar a las actuales, los ritos de salvación pasan por
fases que se reproducen de forma idéntica: hay una muerte, para vencer a la
muerte se construye un símbolo que reclama al muerto y se consagra dicho
símbolo, se ofrece en nombre de la comunidad, en una ceremonia celebrada por
alguien digno de este papel”.
El relato de Camon es, desde
luego, emocionante y la idea religiosa a la que se ve abocado su final es la
única posible. Sin embargo, el placer de la muerte silenciosa se hace tanto
más atractivo cuanto más necesaria parece la exaltación del otro. El motivo es fácil de comprender.
A propósito de todo esto, de los reconocimientos, las miserias y las necesidades, unas líneas del poeta de Villajimena: “Como todo lo tengo perdido hasta el
momento, sólo aceptaría posibles colaboraciones con importantes personajes del
mundo del cine o canción. De esta forma abstenerse curiosos, no teléfonos, ni
tampoco visitas porque no haré caso”.
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