En la Sacristía del monasterio, me he enterado de que
Fernando Díaz, primogénito de los condes, trajo a Carrión los restos de san
Zoilo junto con los de san Félix y san Agapio Obispo. Se vino de Córdoba con tan
espléndido regalo después de luchar junto a Mahomat, frente a Alfonso VI. El
rey le ofreció otras recompensas por su ayuda pero Díaz prefirió las reliquias.
Está claro que los dos conocían el valor de los huesos de santo en el norte de
la península.
A saber si los huesos son de quien se dice. En su tesis doctoral sobre la Evolución del patrimonio religioso en Carrión de los Condes,
Lorena García cuenta que san Zoilo fue “un noble cristiano cordobés que fue
cruelmente azotado, despedazado con garfio y finalmente degollado en el año
306, siendo muy joven, por haber renegado de la idolatría pagana. Cuentan las crónicas que era tal su valor y
aguante, que, consciente de todo, decía el mártir: “Cuanto más maltrates mi
cuerpo que tienes ahora en tu flaco poderío, tanto crece más mi verdadero bien,
que no teme tus tormentos…los que tú has de padecer, cuando comenzaren nunca
han de acabar”. Su verdugo, al oír esto, abrió el cuerpo del santo y
extrajo sus riñones, cortándole después la cabeza. Para que
no pudieran encontrarle, su cuerpo fue despedazado y sepultado en un campo
yermo junto al de algunos peregrinos”. (No quiero imaginar cómo estaría Facebook en
el siglo IV si hubieran existido pergaminos con cámara incorporada).
En cada esquina por la que paso se constata la necesidad del
cuerpo y la cruel negación del otro a manifestar el sitio donde se encuentra,
aunque, al menos con los siglos, se establecen diferencias.
Sigue Lorena García hablando de san Agapio: “Cuenta la
leyenda que San Zoilo en el año 589 se apareció en una visión a San Agapio,
revelándole donde estaba enterrado. Fue éste un caballero ilustre favorecido
por los reyes godos que abandonó su riqueza para tomar el hábito de San Benito
en Córdoba, donde ostentó la dignidad de Obispo. Fue quién se encargó de
trasladar en procesión el cuerpo de San Zoilo a una iglesia sobre la que
posteriormente erigió un monasterio bajo la advocación del mártir cordobés,
donde el propio Agapio fue sepultado 1062”.
Esa veneración del cuerpo ya cadáver, de sus restos últimos –ese
apego por el polvo sagrado de quien fue y ya no es, contrasta de tal forma con
la negación de la carne viva en las mismas tradiciones que de la oposición de
ambos excesos solo puede resultar el trauma. Me pregunto en qué momento cambiamos
las reliquias por el cuerpo.
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