Es una especie de
refugio religioso. La puerta principal da a una gran avenida. Las dos
hojas abiertas nos permiten ver los acontecimientos, asomarnos incluso, un poco
temerariamente. Si alguien lo hace en exceso un monje, o lo que sea, nos
arrastra hacia adentro.
Hemos venido desde muchas partes para fotografiar esto.
Desde la derecha de la calle se oye un rumor que se convierte enseguida en un estruendo. Me
asomo para ver una especie de encierro en el que los toros son de trapo: unos
peluches que persiguen a corredores que parecen guiñoles. Tengo la cámara conectada a un iPad. No sé
por qué. El caso es que los cables y la correa están delante del objetivo y no
hay forma de tomar una foto. Un monje me empuja al interior.
Hay una mesa baja
donde todos los corresponsales han dejado sus máquinas. Todas parecen ser de
película. Las hay con motor, sin motor, réflex,
sin espejo, unas junto a otras pero ninguna es digital. A la derecha se abre un
laberinto de pasillos de tela amarilla. Me entra la curiosidad y avanzo sin
saber adónde voy. Un monje me detiene. Debe ser la zona de clausura.
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