Paseo por un barrio desconocido. Hay un rótulo sobre la
entrada de una barbería y para que la perspectiva de la foto quede más o menos
correcta trepo por el poste de una señal de tráfico. Las verticales quedarán
paralelas. El peluquero sale del establecimiento pero no veo qué dice. A través
del visor apenas puedo distinguir la
escena. Bastante hago con mantener el equilibrio. Me doy cuenta de que la foto no valdrá para nada. Hago una
segunda y bajo.
El interior de la barbería está pintada de verde. En medio del establecimiento
hay un inodoro sobre el que se sienta un hombre. El dueño me invita a entrar.
El hombre de la taza de wáter tiene unos 60 años, el pelo entrecano, peinado
hacia atrás, el bigote ancho. Cuando me ve, comienza a exhibir posturas pugilísticas sin levantarse.
Está vestido; tiene una gran agilidad y se
dobla hacia atrás esquivando golpes imaginarios. Hay otro hombre de pie.
Se le parece mucho. Debe ser su hermano.
Le mira con interés. También está el peluquero. Termina su número y le pregunto
lo obvio: me dice que sí, que ha sido boxeador pero que un accidente lo apartó
del cuadrilátero. Se quita la camisa y puedo ver en su espalda una herida rara aún
sin cicatrizar; como si le hubieran pasado un rastrillo desde el hombro izquierdo
hasta el centro de la espalda.
No me da
tiempo de decirle nada. Vuelve a exhibirse con el torso desnudo, lanza golpes
con un puño y con el otro. Aprovecho para fotografiarle pero la máquina no responde
bien. No consigo ver a través del visor a qué velocidad estoy tirando pero, por
el sonido, estoy seguro de que saldrán movidas. ¿Qué está pasando? No puedo mover el anillo de los diafragmas ni las velocidades.
El ex boxeador
acaba su sesión y entonces me doy cuenta de que mi cámara está cubierta con
varias vueltas de film transparente para cocina. Lo retiro liberando los
mecanismos pero ya es tarde. Tanta amabilidad, para nada. Tanta intimidad, para
nada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario