En general, las opiniones contrarias a la comúnmente
establecida sólo pueden hacerse oír con una estudiada moderación del lenguaje y
el mayor cuidado en evitar toda ofensa innecesaria: el mínimo desvío de esa
línea redundará en una pérdida de terreno. En cambio, el vituperio sin mesura,
si está usado a favor de la opinión dominante, disuade a la gente de profesar
opiniones contrarias y de escuchar a quienes las profesan. En consecuencia por
el interés de la verdad y la justicia, es más importante restringir el empleo
del lenguaje insultante en este último caso; y, por ejemplo, si fuera preciso
elegir, sería más necesario desaprobar los ataques ofensivos a la falta de fe
que a la religión. Con todo es evidente que la ley y la autoridad no deben
inmiscuirse en restringir los unos ni los otros. Y la opinión debe determinar,
en cada caso concreto, según las circunstancias específicas; y condenar a todo
aquel que en cuyo modo de litigar, prescindiendo de qué parte del argumento
adopta, se manifieste disimulo, mala intención, fanatismo o intolerancia, pero
sin deducir esos vicios de la posición adoptada por esa persona, aunque sea la
contraria a la nuestra; y conceder el honor merecido a quien, cualquiera que sea
la opinión que pueda sostener, tiene la calma y la honestidad necesarias para
describir lo que realmente son sus oponentes y sus opiniones, sin exagerar nada
para su desprestigio, ni guardarse nada de cuanto pudiera decirse en su favor.
Ésa es la verdadera moralidad de la discusión pública, y aunque sea violada a
menudo, me alegra pensar que hay muchos polemistas que la respetan en gran
medida y muchos más que se esfuerzan en conciencia por hacerlo.
<De la libertad de pensamiento y discusión>
John Stuart Mill
Traducción de Eduardo
Gil Bera
Ed. Acantilado pg. 79
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