23/3/13

John Stuart Mill y los polemistas


En general, las opiniones contrarias a la comúnmente establecida sólo pueden hacerse oír con una estudiada moderación del lenguaje y el mayor cuidado en evitar toda ofensa innecesaria: el mínimo desvío de esa línea redundará en una pérdida de terreno. En cambio, el vituperio sin mesura, si está usado a favor de la opinión dominante, disuade a la gente de profesar opiniones contrarias y de escuchar a quienes las profesan. En consecuencia por el interés de la verdad y la justicia, es más importante restringir el empleo del lenguaje insultante en este último caso; y, por ejemplo, si fuera preciso elegir, sería más necesario desaprobar los ataques ofensivos a la falta de fe que a la religión. Con todo es evidente que la ley y la autoridad no deben inmiscuirse en restringir los unos ni los otros. Y la opinión debe determinar, en cada caso concreto, según las circunstancias específicas; y condenar a todo aquel que en cuyo modo de litigar, prescindiendo de qué parte del argumento adopta, se manifieste disimulo, mala intención, fanatismo o intolerancia, pero sin deducir esos vicios de la posición adoptada por esa persona, aunque sea la contraria a la nuestra; y conceder el honor merecido a quien, cualquiera que sea la opinión que pueda sostener, tiene la calma y la honestidad necesarias para describir lo que realmente son sus oponentes y sus opiniones, sin exagerar nada para su desprestigio, ni guardarse nada de cuanto pudiera decirse en su favor. Ésa es la verdadera moralidad de la discusión pública, y aunque sea violada a menudo, me alegra pensar que hay muchos polemistas que la respetan en gran medida y muchos más que se esfuerzan en conciencia por hacerlo.

<De la libertad de pensamiento y discusión> 
John Stuart Mill
Traducción de  Eduardo Gil Bera
Ed. Acantilado pg. 79

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