David Hockney también habla de la muerte. Y da gusto
escucharlo porque todo lo que quiere es aprovechar hasta el último momento de
la vida y pintarlo.
-¿Cuánto me ha costado este? – Le pregunta a su ayudante
después de terminar un cuadro junto a una carretera en Yorkshire.
-Como dos horas y media.
Hockney se queda dudando. Tal vez le parece demasiado tiempo
para un cuadro.
Hay una sala entera dedicada a la semana en la que florecen
los espinos; un estallido de blancos y verdes pintados con arrebato y a la vez
con mimo, con las ganas de quien vuelve a casa y recuerda de dónde salió. Hay troncos cortados junto a los caminos y
nieve y grupos de árboles y todo tiene vida y la mirada de quien desea la vida
más que nada.
No he encontrado en Youtube el video que se proyecta en la
exposición. En el museo, la pantalla está, como siempre, junto a la salida a la terraza: al mediodía la luz entra a raudales; no se ve nada. Como los bancos –sin
respaldo- están al lado del pasillo que conduce a los wáteres, tampoco se oye bien. Titanio y eso...
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