Hace semanas que no ha llovido. Las sabinas del camino a Can Marroig están cubiertas de polvo. No hay una aguja verde. Las piedras de los muros, igual. Y el camino mismo es un lecho de arena y polvo que levanta el viento o las ruedas de los coches que pasan a veces. Son las siete y cuarto de la mañana; tengo el sol a la espalda. Todo es exagerado. Los gallos se desgañitan desde hace horas, mi sombra me precede a la distancia de un guía más que respetuoso. El aviso del calor ya no es aviso.
Hace dos años, aquí mismo, atravesaron este recodo dos liebres famélicas. Parece que una se hubiera comido a la otra. Hoy, reluciente, con las orejas enhiestas y peludas cruza solo una, con parsimonia, dejando en el polvo unas huellas de campeonato. De todas formas, en su exageración, es mucho más de Durero que de Lewis Carrol.
Camino del mar, paso junto a lo que fueron las salinas del Stany des Peix. En la entrada de una casa de campo se ven aún los restos del Mundial de fútbol. Sujeta al sombrajo que hace de pórtico, hay una enorme bandera de España.
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