Semana del pincho

Estoy en la barra de un bar al aire libre. Es una ciudad norteamericana. Pido un pincho sobre el que leído algo en una novela. Normalmente se sirve con una salsa determinada pero el protagonista de la historia lo tomaba con otra distinta; una salsa de limón. Lo pido como en la novela. El camarero dice algo entre dientes acerca de los extranjeros que leen cosas y le obligan a preparar aliños que no convienen a sus platos. Saca una jarrita con la salsa y un plato en el que están dispuestas unas verduras cortadas en filamentos, envueltas en trocitos de servilletas de bar y sujetas con palillos. Mientras miro con incredulidad, una mujer a mi izquierda me observa divertida. Le invito a compartir el aperitivo y se niega esperando a que insista. Así lo hago y enseguida toma entre sus dedos un primer pincho al que no añade salsa. En ese momento aparecen unos tipos que me piden la documentación. Les digo que me enseñen la suya. Los tres –creo que eran tres- sacan unas fotocopias en color, arrugadas y desleídas en las que apenas puede verse la estrella de sheriff. Les digo que eso no es documentación ni es nada. Entonces sacan unas placas que parecen de verdad. El camarero sale por detrás de la barra empuñando un revólver y comienza a disparar. Los presuntos policías contestan con sus pistolas. La humareda no me deja ver el resultado de la refriega. Finalmente cuando se despeja el panorama, el camarero me hace un gesto para indicarme que no eran agentes de la ley.