Hemingway sobrevuela sus propios cuentos. Es cierto que nada tienen que ver con sus novelas pero su presencia es excesiva. No deja de aletear pesadamente sobre el paisaje de la costa de Italia, de las Calles de París o la sabana africana. Siempre es él. Hay –es verdad- tensión y elegancia. Las cosas se resuelven bien porque en la mayoría de los casos no se resuelven y sin embargo la idea de que un viajero con demasiada conciencia de serlo anda escribiendo buenas anécdotas, nunca acaba de abandonar al lector.
A pesar de este pequeño inconveniente, qué relatos, qué forma de describir y de entrar en la acción sin preámbulos. Para cuando el lector quiere darse cuenta está ya en la vorágine del acontecimiento sin saber muy bien de qué se trata. Tal vez no vaya a suceder nada o tal vez el desenlace sea fatal. Eso es lo de menos.
Leí hace unos días Madrid capital del mundo y me acordé del escultor Javier Muro. La imagen de una de sus obras se me representó al final del relato junto con la triste historia de su exposición pública.
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