Tal vez para un viaje corto compré en el 2002 Helena o el mar del verano, el único libro de narrativa que escribió Julián Ayesta. Lo he leído ahora, después de ordenar un estante. Es un relato escrito en 1952 que describe cómo brotan los sentimientos amorosos de un niño que atraviesa la extraña frontera de la adolescencia. En menos de cien páginas y dos veranos Ayesta repasa los pálpitos del cuerpo y el alma, el peso de la culpa religiosa y sobre todo la belleza inagotable del paisaje narrado: Las manchas de sol se mueven por el suelo y las mesas de un merendero, las algas son rojizas y el cielo de la tarde, añil, casi negro. Lo que el lector ve alrededor de la historia resulta indisociable de ésta y tal vez más emocionante: el verano y la juventud inseparables y escritos con la naturalidad que le falta a tantas películas que ahora hablan de la posguerra. Me acuerdo de El sur, pero es trampa: eso es otra cosa.
Por una cuestión de equidistancia, he seguido con Días tranquilos en Clichy por si llegara a vencerme el arrobo. El complemento es perfecto. En el mismo número de páginas, la violencia del relato equilibra las posiciones. Casi cualquier atisbo de amor ha saltado por la ventana del piso que comparten Joey y Carl y así como la ensoñación del protagonista de Helena le lleva hacia
Recuerdo las fotos de Brassaï con las que está ilustrada la primera edición ¡siempre tan cara! Los nocturnos parisinos, las estampas de los bares en los que los abrazos no parecen producto del afecto duradero; esas fotos que, a la luz del relato de Miller, cobran un sentido nuevo y viceversa
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