Y de todas las atracciones que nos preparan para la muerte, la más obscena es el río misterioso. Y de todos los ríos misteriosos o barcas del amor o como se llamen allá donde estén instaladas, la que duele más es la del monte Igueldo. La estafa es la misma que en otros sitios: se emprende un viaje de retorno inmediato, una falsa travesía que no tiene destino. Pero además la maquinaria que empuja el agua del canal, está a la vista, justo en el lugar en el que se embarca: comienza la singladura y se ve al mismo tiempo el truco, la tramoya, sin que al propietario de la atracción le haya parecido necesario ocultarlo. ¿Homenaje al maquinismo? ¿Falta de pudor? La corriente creada por las palas del molino nos empuja sólo hacia nosotros mismos. Sólo el hecho de que parte del canal esté construido al borde del acantilado permite el placer de un vértigo moderado. Un vértigo de juguete.
La montaña suiza, que queda más suave, más fina, que la rusa. Es como una atracción domesticada, más burguesa, con el aparato circense diluido, muy acorde con cierta estética de ese ciudad del Norte. Cómo ciertas cafeterías en las tardes de los sábados, en las que el color crema no aportan la certeza de que el mundo es tan edulcorado como ese bollo.... suizo, que nos llevamos a la boca.
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