Tal vez sean las de Jongkind las mejores acuarelas del Sena a su paso por París. Es posible que a su maestría se uniera la fortuna de estar en el momento y el lugar adecuados, cuando los muelles de la rive gauche hervían de actividad. Para cuando llegó Hopper no quedaban más que los lavaderos frente al pabellón de Flora. Jongkind es rápido en la ejecución, acierta en el punto de vista y anuncia el menage a trois entre el Sena, los impresionistas y los fauves.
De aquellos muelles queda la piedra pulida, excesivamente limpia y aclarada por el detergente y los focos de los bateaux-mouches al atardecer. Poco más: la actividad naval se reduce a una escasa navegación de peniches y al atraque de algunos barcos que son ya más habitación que medio de transporte.
Aquí, debajo del Pont neuf, me comí mi primer bocadillo parisino. Cena: lata de conserva traída de casa y baguette de una panadería cercana. Mientras, un bateau-restaurant avanzaba río arriba. Detrás de las cristaleras, los comensales se estarían poniendo las botas, aunque yo sólo pude suponerlo debido al deslumbramiento de las baterías de luz dirigidas hacia los muelles. Recuerdo que las sardinillas brillaron en su postrer momento.
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