En algún lugar de la administración municipal, en algún recóndito despacho alguien ha decidido cómo se recogen las hojas del otoño en las calles de París. Tal vez no sea ni eso, tal vez sea la conveniencia de los operarios o una conjunción imprevista de circunstancias las que hacen que un tipo con mono verde, cascos anti-ruido y mochila de motor de explosión vaya empujando les feuilles mortes con un expirador (si se puede llamar así) por la acera de mi casa a las siete de la mañana. La poda en París está entre el arte de Lenotre, visible aún en los campos Elíseos, y el desastre de las calles menores, como en la mía: aquí hay una enorme desproporción entre las exiguas hojas que sueltan los plátanos amuñonados de mi calle y el ruido de moto macarra que no acaba de alejarse lo suficiente. Por un instante pienso en la metáfora de las hojas empujadas por el chorro de aire y enseguida me doy cuenta de que lo único que puede contarse de esto es el hecho mondo y lirondo, que cualquier comparación entre el quehacer del operario y una idea de otro tipo, sería ridícula. Sólo se puede decir: son las siete, pasa un tío empujando hojas, me despierta, me tomo un café y me meto de nuevo en la cama con la esperanza de que el ruido se vaya alejando.
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