Es posible, que hoy por hoy, París esté dedicada sólo a su auto-conservación; como un gato viejo que se lame sus heridas. Todo parece estar un poco deteriorado. O mucho. Los trabajos en el Grand Palais no acaban nunca y las obras monumentales de los tiempos de Mitterrand empiezan a pasar factura a la ciudad. La Defense resulta un lugar sin sentido. La Biblioteca Nacional, el peor sistema para almacenar libros y el único momento de esplendor de Les Halles fue la excavación del hueco que hoy ocupa; la vista en picado de aquel enorme agujero en el que se llegaron a rodar algunas escenas cinematográficas.
Cuando retiraron, no hace mucho, los andamios de la Opera Garnier (por cierto, no se entiende que la portada de su página web sea el hall de la Tate Modern de Londres) dio la sensación de que toda la Avenida recuperaría su antigua majestad comercial. Pero sus escaparates, los de las grandes compañias de aviación, por ejemplo, ya no son lo que eran. Los carteles publicitarios de vuelos sin escalas tienen dobladas las puntas o están descoloridos por el efecto del sol. Las maquetas de aviones parecen corresponder a modelos obsoletos y en algunos, sus pegatinas están medio despegadas y enrolladas sobre sí mismas. son aviones que se parecen más a los de chapa ondulada que pilotaba Howard Hughes que a los últimos modelos de Airbus.
Recuerdo la primera vez que cené en La Tour Mandarin, cerca de donde hoy hay un Haagen-Dazs. Me pareció un lujo extraordinario. Hoy, el local tiene las paredes forradas de la misma tela roja que hace veinticinco años y a la hora de la cena, una camarera se aburre sentada a una mesa esperando a que entre algún cliente.
La duda que me asalta es si París es el mismo que hace un cuarto de siglo y el que está decrépito, el que se lame las heridas, soy yo mismo.
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