Europa está erizada de monumentos a los muertos y debajo de cada estatua hay una reivindicación. Cada uno recuerda lo suyo o impide recordar a los demás. La ardilla española podría recorrer el continente desde Trafalgar a Tampere, saltando de piedra en bronce, de caballo en fusil. Durante estos últimos años he hablado muchas veces con L. acerca de la memoria histórica. Su punto de vista desapasionado y humano me ha hecho comprender -siempre más allá de las ideas- la necesidad imperiosa de saber dónde se encuentran los muertos. Mucho antes que el monumento, es el lugar. El limbo del no saber es un abismo y la negación del conocimiento o los medios para conocer es una forma de crueldad; así transcurran 100 años.
Antes de salir de Villajimena doy una vuelta alrededor de la iglesia. En todo este rato no ha aparecido un alma. Muchos campos de cereal están aún sin cosechar y las espigas se doblan bajo una brisa que no trae ningún olor. Parece como si, en muchos kilómetros a la redonda, nadie estuviera haciendo nada: ni pan ni ladrillos, nada.
Otras transiciones
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