De los tres pueblos junto al río Cueza, Quintanilla es el
más pequeño. Me desvío y dejo a la
izquierda 2 palomares de planta circular y 2 de planta cuadrada. Subo hasta la que creo que es la iglesia. Es
en realidad una torre exenta que corona el caserío. Ahora sí veo la iglesia,
algo más abajo. Es un paseo corto. Cerrada. La chiesa è chiusa? Aprendí a decir
en italiano hace muchos años. Aquí, ni siquiera hay a quién preguntar, aunque
ahora que me he detenido oigo un sonido rítmico, así que camino hacia el lugar
de donde proviene. Enseguida me encuentro frente a un grupo que no distingo
bien de momento. Me acerco al ritmo de un martillo. Supongo que me
observan. No hay nadie más. Se escucha además el sonido de un transistor. Está colocado en el alféizar de una ventana.
A la sombra, una mujer y un hombre de edad avanzada. Al otro lado de la calle,
al sol, sobre el andamio, un muchacho arregla el tejadillo de un patio. El que
parece ser el capataz, lo mira desde abajo. Entablo conversación con los mayores. Así
puedo saber que arreglan la casa que han comprado a los curas, que Quintanilla de la Cueza tiene hoy 7 habitantes y que el retablo
que quería ver se lo llevó el arzobispo a Palencia, por miedo a las goteras.
–María-. Dice
él. –Enséñale la casa a este hombre-. Él
trabajó hasta los 55 en Bilbao, en el metal. Con la desindustrialización se
prejubiló. Solo vienen de vacaciones porque el pueblo es muy triste. Ella abre una por una las puertas de todas las habitaciones, los aseos, la despensa, la cocina y
una recocina con una especie de cama hecha de ladrillo que puede
calentarse haciendo fuego debajo.
-Aquí dormía mi madre
la siesta. Bien caliente–. Luego se queda un momento parada, suspira y dice: -No
se qué me da que empiece el año, con lo mala que está fulanita-.
En el patio, su marido guarda un Seat Málaga que los hijos no le dejan que conduzca ni siquiera hasta Carrión de los Condes. Injection, pone en los laterales.
–¡Nos vamos a comer!-. Grita desde la calle el capataz.
-¡Yo no!-. Replica el Albañil.
-Es que este es moro-. Me aclara el dueño. –Como es el
Ramadán. Pero luego a la noche, come de todo. Ahora, ni beber hace.
-¿Guardo la herramienta?
-Déjala ahí mismo. Robar no han de robar.
Vuelvo hasta el coche. Quedan en pie, junto a la torre, pequeños almacenes. Unos se conservan
bien. Otros ya están entre el decoro y la ruina. Componen retazos de paisaje de
esos a los que la modernidad se acostumbró desde la aparición del cine y la
fotografía: Cezannanianos, diría A.
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