Es verano, así que ni me exijo orden ni sigo el hábito. Sin embargo, a pesar de su extravagancia canicular, las ideas y las lecturas
confluyen misteriosamente. Echo la mano a la estantería y leo con avidez De cómo Nueva York robó la idea de Arte Moderno: el empeño por ser nación a través de la pintura y el negocio. Una
triste historia sobre partidos políticos, órganos de propaganda, revistas y
convencimientos personales que se van por el desagüe cuando alguien tira de la
cadena del miedo a la guerra. Decenas pintores en la cuneta de la historia vendidos sus cuadros
en tiendas de muebles con descuentos del 50%, cuando sus galeristas ya no
quieren saber nada de ellos. Da que pensar.
Artistas que vuelven de la guerra para comprobar que su estilo no tiene
ahora ningún interés o críticos cuyos esfuerzos se encaminan a construir, al menos en apariencia, un cuerpo estético que ilumine al mundo.
Vuelvo a por más, a ver qué había sucedido con los
deshechos de la clase media norteamericana mientras Kruschev golpeaba con su zapato sobre el pupitre
de la ONU. Las cartas de la Ayahuasca y El almuerzo desnudo son una buena
continuación para De cómo Nueva York…
El espíritu de comunidad se disuelve en favor de la experiencia personal y
enseguida aparece el fracaso físico y el éxito artístico. Al menos quien aguantó y lo tuvo.
No sé. Me acuerdo de aquellas curdas a base de pacharán. Eran lo menos parecido a la adicción. No lo volví a probar en 35 años. Solo de pensarlo me dan las mismas bascas.
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