Cola para entrar en el Bellas Artes de Bilbao. No muy larga. Sí muy lenta. Pregunto al vigilante de seguridad. “No, no. No va despacio; depende del visitante. Hay quien viene ya con el dinero en la mano y eso facilita las cosas”. Aúpa. Llego al mostrador. Dos chicas venden las entradas y atienden el guardarropa. Para dejar el abrigo, debo alejarme perpendicularmente siguiendo la cinta separadora y regresar haciendo el mismo camino. Estoy frente al mismo mostrador pero 50 a centímetros de donde me encontraba hace 1 minuto. Viene la chica que me ha vendido la entrada. Le tiendo el abrigo y ella me sonríe con carda no comprender. Yo lo muevo un poco para que la prenda hable por mí. Entre los tres no nos entendemos. Prescindo de mi interlocutor y le digo a la encargada si puedo dejar el abrigo en el guardarropa. Ella arquea las cejas y yo las mías mientras dirijo mi mirada hacia unos cestos metálicos repletos de gabardinas, chubasqueros y cazadoras que se hallan –pongamos- a medio metro detrás de la joven. Entonces ella arquea aún más las cejas en un gesto como de entender. El guardarropa –me explica- está reservado para los grupos. Al parecer –colijo yo-, se pasa más calor visitando el museo en manada que solo.
El arte tiene un componente subjetivo. Más, con abrigo. Si tienes que llevarlo puesto mientras visitas una retrospectiva de Antonio López, es posible que confundas la hiperhidrosis con la emoción plástica.
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