Este hombre de la gorra que más abajo se ve, pasó mientras elegía unos cómics. Miré
primero los de Tintín. Unas chapuzas dibujadas de mala manera y cuya gracia
radica precisamente en eso: en su dejadez. En medio de tanta pulcritud a la
hora de imitar, estos cómics de pega parecen tener un motivo: hacer accesibles
buenas historias a quien no puede pagar un álbum demasiado caro.
estaba mirando otras historietas después de que una pareja me
hiciera un gesto de aprobación. En una bolsa de plástico, ellos se llevaban una
docena. Eran aventuras occidentales con sacerdotes, moralinas y jóvenes en peligro de
pecado. El vendedor me quiso colocar algunas un poco ajadas o con pequeños
desgarrones en las portadas. Se lo hice notar por señas. Hizo un gesto a una
señora mayor que, detrás de él, manejaba el stock. De una caja de aluminio sacó
algunos ejemplares como nuevos. Al poco volvió la pareja a reclamar algo. Antes
de que me diera cuenta, el vendedor me había quitado de las manos el cómic
impoluto que estaba ojeando, en un abracadabra se lo pasó a la anciana y esta
lo introdujo en el armarito metálico, sin
que los jóvenes reclamantes se dieran cuenta de nada. Me quedé un rato
tomando fotos al descuido y entonces pasó el hombre de la gorra. Mi interés
saltó de un lado a otro, pagué los falsos Tintín, me quedé sin saber el motivo
de la reclamación y con la seguridad de que aquellas historietas tan nuevas eran más
falsas que un pañuelo de Hermès vendido encima de una sobrecama. Seguí un rato
al hombre de la gorra.
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