Antes de que terminara la Cumbre de Copenhague, acabé de leer La pequeña edad de Hielo. No fue mala idea. Brian Fagan, su autor, parece un hombre discreto. Casi toda la narración está fabricada con hechos. En pocos pasajes hay opinión, aunque en ningún momento pone en duda la realidad del cambio climático actual. La belleza del libro -que tampoco pasa de ser puramente divulgativo- radica en que las tablas de temperaturas han sido sustituidas por los viajes de Erik el Rojo, los movimientos de los bancos de bacalao, la forma de representar las nubes en la pintura al óleo o el smog de Londres a comienzos de la era industrial. Las historias se entretejen hasta formar una panorámica de seis siglos. Enseguida el lector se da cuenta de que la descripción de los años previos a la Revolución de 1789 o la historia de la patata en Irlanda es en en realidad el relato de los europeos más que el del clima de Europa.
Los europeos en procesión delante de los glaciares suizos, pidiendo a san Ignacio que haga retroceder el hielo; en los campos franceses, trabajando con las mismas herramientoas que en tiempos de Julio César, cargados de impuestos y diezmos, azotados por las peste en cualquier región del continente, recorriendo los caminos embarrados en busca de algo que comer; pueblos enteros enterrados por la arena que empuja las tormentas. Es decir: igual que ahora. Basta con desplazar el problema hacia el sur o hacia el este.
Y aún parece optimista Claro, está escrito hace nueve años.“Para Europa y América de Norte… el hambre es una realidad muy remota. En cambio en otros continentes, donde los agricultores viven al día, la amenaza del hambre está a la vuelta de la esquina. Es algo que a los occidentales nos cuesta entender y nos costará aún más si el contexto empeora…”
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