En cuanto a Richard Estes, estaba acostumbrado a ver un cuadro al año en la Marlborough. Así que ver una exposición completa me obligó a entrar en el Thyssen por la mañana y por la tarde. Por cierto: con tapones para los oídos. El barullo de este museo se parece cada vez más al del tendido de sol en la feria de San Fermín. Hay un cartel que pide silencio, pero como si nada. El personal se alborota lo mismo que si fuera a ver a la mujer barbuda o a las hermanas colombinas, ¡Joder! ¡Pero si son cuadros!
La entrada sirve para todo el día. Bien. Igual que Hopper, Estes empezó siendo ilustrador y a la vista de uno de sus encargos hecho para una revista de Hockey aventuraré una teoría acerca del origen de su fama. en ese cuadro el pintor representa la lámina de plástico contra la que se suelen zurrar los jugadores del referido deporte. Ahí, en esa superficie se aprecian unos mínimos reflejos, a los que Estes apenas da importancia y que juegan un papel absolutamente secundario. Tal cosa nos se cita en ninguno de los textos del catálogo, de hecho se habla de otro cuadro mucho más directo, pero da la sensación de que todo puede venir de ahí; de una especie de arranque humildísimo que va creciendo hasta convertirse en los reflejos del puente de la Accademia o los de la calle 42. Lo mismo que el goteo de Pollock o tantas otras cosas que se encuentran a base de hacer y de hacer y que, maldita la gracia, alguien acaba calificando como casualidad.
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