El guía de san Baudelio tantea al visitante, pregunta por su origen autonómico y se apresta a soltarle un exiguo discurso acerca de la columna en forma de palmera, de los animales representados y de su simbología. En cuanto señalas la entrada de la cueva del ermitaño, ¡zas! te enseña el librito en el que está representado el plano de toda la construcción. Hay dos publicaciones: la de seis euros y la de diez. “La de diez –te dice como haciéndote un favor- se está vendiendo muy bien.”
Me gustan estos guías que largan de memoria un ligero compendio de conocimientos mientras miran a otro lado. Un dedo hacia el altar, un ojo hacia la entrada. Vuelves al cabo de los años y allí siguen, contando exactamente lo mismo, usando los mismos trucos, los mimos giros. Se puede recorrer España y hacer un catálogo de guías y acompañantes.
El de la catedral de Burgo de Osma parece vengarse cuando, después de rechazar sus servicios y venderte la entrada para el claustro, te dice que la tumba del obispo Pedro (la joya del templo) no puede verse si no es en la visita guiada. Uno tiene que intuirla a través de los cristales blindados mientras el guía –estoy seguro- piensa: -Te jodes.
La última vez que estuve en Burgos ya no estaba el que me atendió en ocasiones anteriores. Me gustaba oírle subir el tono de voz mientras explicaba algo acerca del Baúl del Cid colgado allá arriba, en una de las capillas. Era su momento cumbre. Aquel baúl parecía contener las esencias de la patria toda.
Los perdigones que soltaba el del teatro de Mérida pueden catalogarse directamente como escupitajos. Llevaba el tipo un traje oscuro de rayas diplomáticas con los cuellos de la camisa por encima de las solapas y gafas de sol montadas en metal dorado. Si me hubiera dicho que me iba a pegar dos tiros detrás de una columna, le hubiera creído.
La mala leche del de la iglesia de Calatañazor es proverbial.
Y, querido lector, si vas de visita a la colegiata de Berlanga de Duero sabe que hay dos mujeres que pueden guiarte: una es monja y la otra seglar. Procura que sea esta última. Ya no oye muy bien, la pobre, y no sirve de nada intentar interrumpirle una vez que ha empezado. Pero escuchar su letanía de autores, siglos, maderas y retablos no tiene precio. (Sólo la voluntad). Suele dejar para el final la explicación de los restos de un caimán que desde hace quinientos años cuelgan cerca de la entrada. Trajo el reptil san Esteban de Berlanga un sacerdote que según la guía, que lo cuenta como si hubiera sido ayer, “se nos fue a las Américas a descubrir Panamá.”
Me encantó. Le faltan textos como este a tu blog. Y sí, conocí también a ese buen hombre de la Catedral de Burgos.
ResponderEliminarMuy divertida la entrada, y daría para mucho más. En cuanto a la colegiata de Berlanga no tengo noticia de que una monja hiciese de guía, y el caimán no lo trajo san Esteban sino Fray Tomás, que me ha servido precisamente a través del jujle para encontrar tu blog, al que voy a seguir echando un vistazo.
ResponderEliminarCiao