¿Y a quién no le pasan estas cosas? Si pudiéramos abstraer la obra del lugar y el tiempo en los que se produce, haciéndola un elemento independiente de sus circunstancias, todo sería distinto. Pero no es así. Si conocemos los orígenes, por que los conocemos y si no porque nos empeñamos en saber de dónde proviene esa melodía, esa imagen. Adjudicamos a cada representación estética un campo que le es inherente, formado de objetividades y también, por qué no, de subjetividades que apuntalan el bastidor, la partitura, la cara oculta de la obra. ¿Qué placer podríamos obtener del urinario de Duchamp si no fuera por esto? Y por otra parte ¿por qué habríamos de renegar de ese mismo placer en otras obras que hoy nos resultan obvias, completas en sí mismas? El tiempo nos engaña, nos hace creer que las cosas tienen autonomía propia, cuando es él quien se ha encargado de dotarles de esa pátina de la que carecían a la hora de ser creadas. Y al revés: porque lo comprensible de inmediato, suele ser aborrecido con el tiempo.
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