A propósito de llevarse algo, creo recordar un experimento propuesto por J. Oteiza, una especie de “dejad que los niños se acerquen a mí”, pero en estético. Se trataba de facilitar a cada niño de un grupo determinado un ladrillo y un martillo. La primera parte es obvia. En la segunda los infantes debían pegar los trozos resultantes de la operación previa, componiendo pequeñas esculturas.
La presencia del artista santifica el momento. Como ya no hay artista, ya no hay momento y no hay tienda en la que comprar un recuerdo en el museo Oteiza. Hay todavía una especie de resistencia, como si el cadáver aún estuviera caliente, algo que obliga a la copia, única forma en la que el amateur pueda tener a la vista una caja metafísica, pongo por caso. Ya hablaremos de esto.
El Whitney, puestos a facilitar las cosas, tiene una maqueta barata de su propio edificio, en cuyas ventanas se inspiró Sáenz de Oiza para las suyas en Alzuza. Te traes a casa una réplica del contenido.
Desde el punto de vista del merchandising, cada museo debería tener su maqueta, aun a riesgo de caer en las garras de la Galería del coleccionista. (Museos del mundo.)
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