Más al norte del restaurante chino, cuando se ha cruzado por debajo del scalextric de Clignacourt y dejado atrás las tiendas de ropa de cuero y vaqueros falsos, a la izquierda, está una de las primeras entradas a las pulgas. Adornada, o eso creyó alguien, con unas ristras de bombillas de colores, hay una calle con chamizos a cada lado. Las bombillas son escasas; calculo que una por metro de cable y las tienduchas parecen a punto de desmoronarse sobre sí mismas. Es una entrada como otra cualquiera, uno deja atrás los seis pares de calcetines por un euro, las carcasas de Batman para móviles y la mayor colección de pulseras y collares de ínfima calidad que deben llegar en camiones junto a esculturas africanas de maderas innobles y otros miles de zarandajas, uno –digo- deja atrás todo esto y se adentra en lo mismo pero en francés. La producción de objetos manufacturados, de la que da idea este mercado, debe y debió ser enorme: aquí yacen los restos de lo que fueron caprichos o necesidades, adornos o complementos, salvados milagrosamente de entre los miles de iguales que existieron en su época. Mesas, espejos, marcos, figuritas y cada uno de su tipo, de su época.
Hay a la salida un breve consuelo para los amantes de lo casual: atardece sobre lo que parecen cocheras en vez de tiendas y detrás de ellas se levanta un edificio tan gris como el cielo. En su remate puede leerse en letras rojas la palabra Pirelli con esa “P” característica de la marca que, alargada, guarece el resto de las letras.
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