A la mesa de un chino cerca de las pulgas, R.T. me cuenta cómo va el negocio desde que alquiló un puesto en el mercado Dauphine. No se decide por un tipo de objeto concreto y él ya sabe que eso no es bueno. La mayoría de los vendedores optan por una especialización que les permita ser una referencia. R.T. vende lo mismo un cabecero, un marco o un óleo de tres al cuarto. Mientras me habla procuro no distraerme con los luminosos del restaurante que adornan la ventana frente a la que estamos. Se trata de un movimiento de luces y sobre todo de sonidos: pequeñas vibraciones que provienen de las reactancias de los fluorescentes con los que está escrito el nombre del local. Hace más o menos: mmm chc mmm chc mmm chc. No entiendo por qué, pero el ruido no me molesta, va marcando el monólogo de R.T. que llega a su punto álgido –él sabe hacerlo- cuando me cuenta que la semana pasada vendió dos pequeños bustos de marfil de Voltaire y Diderot por mil quinientos euros cada uno. No me he atrevido a decirle que ayer los vi en el Louvre des Antiquaires por nueve mil la pareja.
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