6/10/05

La fealdad

Si hay una conexión entre la superficie de la Tierra y el reino de lo feo, está en la puerta del Museo Grevin de París. La entrada al Museo de Cera que nunca me he atrevido a franquear, detenido siempre frente a ella por un terror infantil combinado con el deseo de cruzar al otro lado, es el lugar más horrible del mundo; es el presagio de una desgracia estética sin parangón. Los espejos de sus paredes, las fotografías que, iluminadas con descaro, adornan las vitrinas, el rojo de las paredes con sus ojos de buey ciego, son como los restos a la deriva de la más kitch de las discotecas del planeta. Uno se diría transportado frente las puertas del Averno sin que nadie pueda hacer nada por remediarlo. No quiero ni saber qué hay dentro. No quiero saber quién se ha dejado, en vida, hacerse una máscara mortuoria ni quién desea residir, convertido en cera, en el lugar donde podría abrirse el mundo de dentro hacia fuera para tragarlo todo. El museo Grevin no tiene igual con ningún otro lugar de París ni posiblemente del mundo conocido. Y sin embargo ejerce sobre mí una atracción irrefrenable, de manera que, muchas veces, paseando por los alrededores, acabo frente a las taquillas a punto de comprar una entrada. Luego, salvado por una especie de deus ex machina, me alejo del pavoroso antro, como quien se aparta del precipicio que ejerce un magnetismo casi invencible.

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