Los jugos gástricos van y vienen por el esófago con una libertad propia sólo del otoño. Hay quien se ha suicidado creyéndose víctima de la angustia cuando en realidad sólo sufría una hernia de hiato persistente. Aunque hace ya años que no lloro en el otoño, me queda un resto de abatimiento que desprecio porque conozco su origen químico. En otro caso me agarraría a la primera farola victima de un ataque de melancolía. Las señales avisan de la llegada del solsticio de invierno que se acerca inexorable. Te levantas de la mesa después de comer y, en estas latitudes, dan ganas de meterse en la cama. ¿Qué viene ahora? Un París miserable, resbaladizo, apenas alegrado por las exposiciones de temporada en el grand Palais y un café debajo de esas estufas de pie que parecen calentar el aire, hasta que una ráfaga de viento te devuelve a la realidad del frío. El frío que desciende desde donde Napoleón perdió sus campañas del norte. En una esquina de la Rive Gauche, cerca del Procope me siento a tomar un café con Almax, después de una comida perforante en un mejicano anodino. Elijo el peor sitio, una terraza en el exterior capaz de destemplar al más pintado. Aguanto un rato; apenas el tiempo de sorber la taza y dejar el importe sobre la mesa . Salgo casi al trote camino del Quai Voltaire y de ahí a casa.
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