Durante muchos años mi tía J. tuvo colgado en el recibidor de su casa un grabado, copia de de la mort d’Atala de Girodet. Recuerdo que cuando iba a su casa, no me hacía mucha gracia encontrarme de frente con el cadáver de Atala a punto de ser enterrada por su amado Chatcas y el padre Aubry que la sujeta por las axilas evitando rozar siquiera sus pechos de muerta exquisita. Toda la escena, bañada por una luz difusa en el interior de la cueva en la que se lleva a cabo el entierro, tenía para mí un aire misterioso y triste que iba más allá del recibidor.
Antes de seguir escribiendo, llamo a mi tía J. sólo para preguntarle por qué descolgó aquel grabado. Me dice que sigue en el mismo sitio y que junto a él, ahora lo recuerdo, hay otro de Atala comulgando. Así que el que ha cambiado debo ser yo. Aprovecho para decirle que ayer pasé un buen rato frente al original, en la exposición de Girodet. Es un lienzo de más de dos metros de ancho, bien compuesto aunque no conmovedor porque resulta un poco afectado a estas alturas, supongo que como la propia novela de Chateaubriand. Sin embargo la maestría con la que está pintado invita a sentarse un rato frente a él, como frente al resto de óleos. Allí están también los retratos de C. Belley y del propio Chateaubriand. Colocado en un rincón oscuro de la casa de Vivant Denon, el emperador, en una visita, le obligó a que lo descolgara para verlo mejor: “parece un conspirador que ha bajado por la chimenea.” Dijo.
Hace unos días hablábamos del tiempo en el arte. El concurso de la Academia de Roma que Girodet ganó en 1789, exigía que los alumnos estuviesen encerrados cada uno en su estudio, durante setenta y dos días, sin contacto con nadie, sin poder consultar bocetos ni modelos. Dos meses para un cuadro. Girodet se alzó con el triunfo después de presentarse cuatro años seguidos.
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