Hace ya unos días, desde que volví, recuerdo mis sueños. Es algo placentero. Es verdad que lo que recordamos es apenas una fracción de segundo, una nada comparado con la vastedad de la noche. Pero qué bien sabe recordar, aunque sólo sea un poco. El tiempo en el que más recordé fue mientras leí a Jung. Sus libros son atrapadores de sueños, son redes en las que las imágenes quedan retenidas y salen de mañana: tiras un poco y, como los pañuelos de los prestidigitadores, van una detrás de otra anudadas por las puntas. Si alguien quiere recordar sus sueños basta con que lea Recuerdos, sueños, pensamientos. El éxito está asegurado.
He soñado con tres cosas. Las dos primeras se repiten desde la juventud.
Me lanzo a un canal o a un río que en este caso parece ser el Sena y nado hasta llegar a aguas abiertas. Cruzo el Atlántico sin atisbo de cansancio y gano finalmente la costas de Brasil.
Puedo ver el Infinito y la Nada, opuestos el uno a la otra. Están hechos de goma-espuma y flotan en el vacío tocándose de vez en cuando, de manera casual.
Llego a una ciudad que no conozco. Aparco el coche y en un acto de absoluta imprudencia olvido anotar la calle donde lo dejo. La ciudad es enorme, posiblemente árabe. Hay un laberinto de calles y pasillos, casas, torres, monumentos. Me doy cuenta de que estoy perdido. Finalmente una especie de clérigo con barba, tal vez un monje ortodoxo, me ayuda, o eso creo, a salir. Aparezco en el metro, frente a las escaleras de salida de una boca, comienzo a subir para darme de bruces con una empresa de trabajo temporal.
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