25/7/05

Si miro, estoy

El reflejo es el principio de todo. Tamizado por los colores del cielo, interrumpido por las piedras del fondo, un reflejo huidizo que no soporta la más leve brisa ni la lluvia por fina que sea.

La conciencia del propio semblante, de la apariencia, es breve. Y si un pez, como una flecha lenta y sinuosa, atraviesa el reflejo, la vista se nos va con él. Detrás del hombre que se asoma a la laguna para mirarse entre los juncos, otro hombre lanza una piedra e inventa a David Hokcney.

Más lejos todavía. El poblado junto al arroyo sin remansos, donde el único conocimiento del rostro propio es el rostro del ajeno, el rostro de la comunidad que se conoce a través del rostro del otro. Sólo la muchacha del cántaro de boca ancha se detiene creando la más íntima y transportable de las imágenes. Ella es quien crea el gran dilema de la representación: si miro, estoy. Deseo poseer la imagen y hacerla estable. Si no miro, no estoy y la ausencia del icono aumenta el gozo del espíritu, el centelleo de otros valores que recrean el vacío.

Allá van las dos posibilidades unidas indisolublemente, adentrándose –paralelas- en el futuro de los tiempos. Una no tiene sentido sin la otra. Pero a pesar del equilibrio que entre ellas provoca la fugacidad del reflejo o la subjetividad de la pintura, nadie negará que la representación, ha corrido mejor suerte en los últimos cinco mil años. Sus explosiones apoteósicas surgen aquí y allá: en Al Fayún o en el Barroco sin resquicios, y culminan en esta especie de horror vacui espiritual al que asistimos completamente anestesiados por el éter de la proliferaciónde la imagen.

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