A.I. me acompaña al aniversario de boda de un matrimonio amigo. En realidad él es mi amigo. A ella, ahora que lo pienso, casi no la conozco. Hemos comido bien y después de los postres, mientras mi amigo repartía unos puros, su esposa se ha puesto enferma.
–Le pasa a veces. –Dice mi amigo. –Se le da vuelta el estómago.
No he querido preguntar más.
Una amiga de la esposa, desde el estrado en el que espera la orquestina, dice que no pasa nada, que bailemos. El maître le hace un gesto poco discreto al esposo. Poco a poco los invitados se acercan a la pista y bailan con cierta desgana. Al cabo del rato el saxofonista se arranca con las primeras notas de En er mundo que más que recordarme a España me hace pensar en Icíar Bollaín. Luego le pido a A.I. que me acerque a casa.
En el camino pienso en lo de ayer; en si Genette tiene razón, o por el contrario, hay un momento en el que el artista, consagrado ya, acaba siendo inmune a su propio ridículo protegido por la vacuna de los críticos. A pesar de que el texto es bastante reciente –cuatro o cinco años- es posible que haya perdido algo de actualidad. La idea del ridículo, o como diría Tom Wolfe “por favor Señor, que no la cague” se diluye a ojos vista sustituida por la recompensa que supone verse a uno mismo en algún sitio. Genette habla, tal vez sin quererlo, de un artista moral, o predispuesto a la moralidad estética, Pero como he leído no sé donde, la obra de arte no se toca. El “work in progress” que antes podía servir de escudo, se ha transmutado en la inalterabilidad como valor absoluto, sea la obra sublime o ridícula. Es lo que es. Muerto Dios, venga el hombre y sustitúyalo en los valores que hicieron perecer a aquél: En la montaña Dios dice: - Yo soy el que soy. Esa es la herencia que deja al artista moderno. Tal vez la culpa la tenga la nomenclatura ¿puede llamarse a un artista “creador"? ¿No le condenamos así a cometer los mismos errores que su antecesor?
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