Hay quien se maneja muy bien con conversadores de grado cero. (Aparte de los profesionales obligados a ello: peluqueros, taxistas o sus clientes en el caso de que los primeros sean los cerogradistas.) Hay quien sale huyendo. A mi me recomiendan que no ponga pies en polvorosa, que sea elegante y que aguante el empuje, la vaharada de simpleza que arrasa el tiempo. ¿Por qué debo soportar la pérdida de mi tiempo? Pérdida en el sentido estricto del término. Pérdida sin recuperación posible, sin restos, sin valor venal.
La conversación, el discurso, de grado cero, se parece a la onda expansiva de la bomba atómica. No al hongo, sino a la circunferencia que, ampliando su radio a la velocidad del sonido, elimina todo lo que toca reduciéndolo a cenizas y calor ¿Por qué aguantar? ¿Por educación? ¿Porque somos arrieros? ¿Para que no digan de ti lo que a ti te da igual que digan?
Sólo hay una cuestón que me inquieta y que Saltarelle no se llega a plantear: la deuda de los escritores del siglo XX con el grado cero de la conversación. La lietratura del XIX salta en mil pedazos precisamente cuando los escritores prestan su oído, como comadres, a esta forma de comunicación y la reflejan en sus novelas, en sus relatos, casi sin aditivos ni colorantes. Cheever, Saroyan, Carver, Salinger parecen tomar como modelo esa imposiblidad de llegar más allá con las palabras, al tiempo que construyen universos en los que el lector debe medirse con el muro, lleno hasta ahora de presas a las que agarrarse y hoy liso, resbaladizo.
El profesor Saltarelle lleva el mismo apellido que el famoso fabricante de acordeones, aunque creo que no les unen lazos de sangre. Sin embargo su exposición se parece al fuelle de este instrumento que se abre y se cierra sobre el tema. Hay una bajo continuo que lleva el argumento en volandas, y notas de color constantes, como las referencias a Barthes, para hacer la conferencia agradable. Un grado de discurso penetrable; accesible.
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