20/5/05

Alegría y represión

Alguien -un anonymus- hace una reflexión sobre la diferencia entre las fotos de Odermatt y la película Crash. En ésta, la presencia del hombre en el desastre es constante.

Es verdad que hay una sensación de alivio mientras contemplamos el mal ajeno: lo más profundo de nuestro cerebro, el instinto, nos dice: -alégrate; no te está pasando a tí. Parte de nuestra educación consiste en domeñar ese pensamiento ( o más bien reacción) primario. Hay un momento en el que ya no nos reímos cuando vemos resbalar a otro en una cáscara de plátano. A partir de ahí, una vez que las convenciones han hecho su trabajo, el sentimiento se bifurca y en uno de sus caminos encuentra un cierto goce, intelectualmente más elaborado, en el dolor del otro. Piénsese en su representación: pensemos en san Sebastián asaeteado: en la relación que se establece entre el objeto y la mirada. El "no me ha pasado a mí" ha desaparecido; la burla no tiene cabida, tampoco la compasión. Aparece entonces un sentimiento (¿morboso?) que bien podría nacer de la represión de los anteriores. ¿Cómo debe entenderse el éxito de la silla eléctrica de Andy Warhol infinitamente repetida? ¿Se trata de una denuncia o hay un complacerse en el instrumento de matar?


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Existe una confrontación larvada entre los que pretenden huir a toda costa de las penurias y rigores, pero también de las incitaciones y placeres de nuestra carne, y todos aquellos que sólo persiguen formas cada vez más extremas de incrementar las relaciones y vivencias que se derivan de nuestra frágil constitución carnal. En la postmodernidad, el cuerpo es el campo de batalla por excelencia.

Supongo que el lector estará de una u otra manera familiarizado con los desarrollos últimos del arte, la literatura y el cine en esta materia tan controvertida, pues es a la tarea de elucidar el designio estético de estas mutaciones del cuerpo a la que se consagran los diversos autores del libro La Nueva Carne. Una estética perversa del cuerpo (Valdemar, 2002). La historia de esta especie singular (la "nueva carne") podría haber comenzado con Julia Kristeva y su monografía fundacional sobre lo abyecto (Poderes del Horror), que nutrió a la vanguardia neoyorquina de los ochenta y cuyos ecos aún resuenan con vigor en tantos artistas nuevos. Pero también podríamos remontarnos hasta Georges Bataille y Antonin Artaud, por quedarnos sólo en la prolífica periferia del surrealismo, en cuyos escritos se produjeron (después de Sade, ancestro libertino) los experimentos viscerales de mayor calado del siglo veinte. O sumergirnos a fondo en las novelas víricas de William Burroughs, especialmente en el ciclo Ciudades de la noche roja (1981-1987), su portentosa trilogía terminal aplicada a expandir hacia horizontes realmente insólitos y alucinantes un universo narrativo ya de por sí insólito y rizomático: un pluriverso, más bien, en el que lo real y lo soñado, la historia y la fantasía, la tecnología y la magia, la ciencia y la ficción, el pasado y el futuro, la vida y la muerte, lo terrestre y lo extraterrestre, lo mental y lo físico, lo orgánico y lo inorgánico, lo humano y lo animal se funden y confunden hasta grados alucinógenos.

Juan Francisco Ferré

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