R.T. se retrasa. Aunque casi no queda nieve en la calle, hace frío y me acerco al café del Jardín del Palais Royal. Está cerrado. Me doy cuenta de que está cerrado al tiempo de palparme los bolsillos y sentir que llevo encima un euro o a lo peor cincuenta céntimos. En los cristales del bar se refleja la entrada del Jardín y las columnas de Buren que parecen aquellos pedestales en los que se subían los guardias urbanos para dirigir el tráfico cuando los semáformos eran ciencia ficción. Hace un frio que pela. Salgo a la plaza A. Malraux. Aquí hay un escaparate siempre atractivo, con pequeños muñecos de los personajes de Tintín hechos en resina y a precios exorbitantes; una especie de joyería del cómic. Desde el otro lado, delante de la puerta giratoria del Hotel del Louvre R.T. me hace señas para que me acerque. Veo su espalda cuatro veces a cada giro de la puerta. Ha debido cobrar algún trabajo, porque ya a cincuenta metros de distancia puede verse que está feliz.
Dentro, a la derecha del jardin hay una tienda de jardineria que es igual de sorprendente y cara, el Bvlgari de los hazadones.
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